Un folio en blanco y un bolígrafo. Tan solo necesitaba eso
para sacar, como solía decir mi abuelo, la magia que dentro albergaba en mí.
Era muy sencillo: preparaba una taza de café amargo con dos azucarillos, ponía
la sinfonía nº 40 de Mozart en el radiocasete, corría las cortinas y abría las
ventanas de par en par para dejar entrar en la habitación toda la luz y brisa
posible, colocaba la mesita de madera de mi madre de cara a la ventana, para
poder ver el hermoso cielo azul, y cogía el bolígrafo. Ya no hacía falta hacer nada
más, excepto escribir y escribir todo lo que pasaba por mi cabeza. La magia
llegaba sola. Activaba mi mano para escribir cosas asombrosas dictadas por mi
cerebro. La magia llegaba sólo y cuando quería, ya podía estar en el metro, en
el baño, o un entierro. Y cuando llegaba necesitaba apuntar donde sea pequeñas
notas para no olvidar nada de lo que me transmitía. Luego, cuando volvía a
casa, comenzaba mi pequeño ritual de colocación para empezar a transcribir las
anotaciones al folio, y una vez echo, la magia volvía a mí. Podría decir que en
realidad nunca se va, siempre permanece. A veces ausente, pero permanece. Ella
sabe cual es el momento ideal para salir. Mi abuelo siempre me decía que las
cosas pasan sólo y cuando tienen que pasar, en su tiempo, en su lugar, y en su
momento. Y nunca hay que dejar escapar esos momentos, pues jamás volverán a
repetirse.” La vida no se presenta con segundas oportunidades.” Me decía. Me
gustaba escribirle y dedicarle todos los versos que escribía. Por eso sigo
escribiendo, solo y exclusivamente para él. Nadie más puede leer mis versos,
pues desaparecen en el cielo.
«Vivo del papel sobre el que desplazo mi lápiz,
del dibujo que trazo
sobre el lienzo
de la música que
escucho mientras sueño,
o la que escucho
mientras escribo en el folio en blanco.
Vivo de la
fotografía a color,
y también la de en
blanco y negro.
Vivo de los
animales,
de los gatos y de
los perros.
Vivo de la lluvia y
de los días de sol,
vivo del mar y de
su aroma
a tierra mojada.
Vivo del frío de un
adiós,
y del calor de un
abrazo.
Vivo del cielo azul
y de los días grises,
de las rosas que
marcan
senderos de
espinas.
Vivo de las
letras, vivo
de poesía.
Vivo de las
canciones,
y de tocar
sinfonías.
Vivo de caricias
y besos
sin despedidas.
Vivo de llantos y
puede
que de risas.
Vivo de suspiros
y alguna que otra sonrisa.
Vivo del ahora
y del pasado
vivido.
Vivo de ti
y solo vivo si es contigo. »
Doblaba mis
versos en forma de carta, y luego la ataba con una cuerdecita a un globo. Me
acercaba a la ventana, y mientras terminaba de beberme mi café aún caliente,
soltaba el globo. Apoyaba mi cabeza sobre el alféizar de la ventana y veía como
ascendía lentamente, hasta desaparecer en el inmenso cielo. Después, cuando mi
vista ya no lo podía alcanzar, sonreía. Una persona nunca muere si no permanece
en el olvido.